Hace muchos años, a mi alrededor se creó y se mantuvo el mito de que yo era muy extrovertido. Yo lo asumía con normalidad e incluso llegué a pensar que era divertido, pero como a menudo sucede, finalmente me di cuenta de que no era cierto.
Pero, antes de seguir, echemos mano de unas definiciones.
Se denomina extrovertida a la persona que tiene la tendencia a mostrar o comunicar sus sentimientos, a disfrutar de las interacciones sociales y a concentrar la atención en los objetos externos más que en sus propios pensamientos o sentimientos. Por el contrario, los introvertidos tienen tendencia a preferir la soledad o las actividades individuales por encima de la conexión social. Finalmente, los tímidos se encuentran con dificultades para entablar conversaciones con los demás porque sienten inseguridad o vergüenza.
La música ha marcado gran parte de mi vida (afirmo que tengo ADN melómano). La primera vez que me subí a un escenario (cobrando 500 pesetas por sesión) tenía 12 años (mi madre le preguntó al que entonces era el director de la orquesta de mi pueblo si yo no sería muy joven para ir a tocar la batería al baile, “donde se besan las parejas”, a lo que éste respondió: “Cómprale unos pantalones largos y no te preocupes de nada más”).
Es cierto que en cuanto cogí confianza asumí de manera natural el liderazgo interno del grupo: elegía las canciones del repertorio, dirigía los ensayos, proponía cambios en los integrantes, hacía las presentaciones durante las actuaciones. Me sentía cómodo en el escenario y disfrutaba de las actuaciones, pero realmente eran otros compañeros los protagonistas de cara al público; yo cubría huecos y me ocupaba de que todo funcionara. Liderazgo y “dar la cara” cuando era necesario, sí, lo reconozco, pero ser “el protagonista”, no: siempre me ha resultado incómodo y he preferido estar en un segundo plano. Al mismo tiempo, la noche también me invitaba a pensar, a soñar y a escribir (sobre todo con los primeros amores adolescentes).
Llegado a la universidad (1979), entré en la Tuna universitaria, mis compañeros, que me apodaron “el Yeti” (¡¿te imaginas?!), se convirtieron en mis amigos y ese fue mi entorno social en Pamplona. Tocaba el laúd y, cuando no había otro remedio, también hacía de cantante solista (en una ocasión conseguí que los más de 400 invitados a una boda se quedaran en silencio con una de mis “intervenciones cantadas”; así que, con lo años, destrocé mis cuerdas vocales y tuve que ir a un foniatra/logopeda).
Pero yendo de vacaciones con otras parejas, me llamaban “el insociable” porque me gustaba ir a leer bajo un árbol (“Lees demasiados libros de japoneses” -entiéndase, de management empresarial- llego a decirme uno de ellos).
Junto a mis compañeros músicos, nos escapábamos a tocar en los bares siempre que podíamos (éramos fijos de Boulevard Jazz de Pamplona), salíamos a buscar pisos de estudiantes femeninas para tocar desde la calle (lo llamábamos “salir de aventura humana”) o, de nuevo a la batería, tocando en los bailes de las bodas (por ejemplo, en el hotel El Toro de Berrioplano).
Haciendo música de continuo, pero manteniéndome siempre en un segundo plano (entre otras cosas, porque casi todos mis compañeros eran mucho mejores músicos que yo). Y llevando siempre el “sanbenito” en cualquier reunión de “José Mari, ¡canta!” o “José Mari, ¡toca!” (o sea, sé el protagonista)… cosa que no me gustaba en absoluto, a no ser que estuviera con mis compañeros músicos (entonces sí que no tenía freno).
En el plano profesional en Florette ocurría algo parecido: mucha decisión, mucha acción, mucha exposición. Liderazgo, comunicación… vehemencia. Pero fuera de la empresa, de los clientes, o de mi entorno más cercano, poca gente sabía quién era, dónde trabajaba o qué puesto ocupaba.
Las evidencias empíricas de las personas que me han conocido siempre han invitado a pensar que yo era un “extrovertido de libro”. Aunque yo intuía que eso no era exactamente así.
La vida es compleja y da muchas vueltas. En un determinado momento recibí fuertes sacudidas emocionales (lo llaman “enamorarse”) que me llevaron a la introspección, al autoconocimiento y a la toma de decisiones. Mis comportamientos empezaron a alejarse del cliché, de lo supuestamente preestablecido o de mi rol autoimpuesto. Decidía actuar coherentemente con mi yo más profundo, lo que me hizo sentirme liberado. Pero algunas personas no lo entendían, me veían “raro”, que “había cambiado”. Así que un día les dije: “El Yeti ha muerto”.
Prefiero estar en casa con un mal libro que en una fiesta. Adoro una buena conversación, pero prefiero contemplar la naturaleza a salir de copas. Soy muy amigo de mis amigos, pero hace tiempo que decidí viajar sólo con mi pareja o en familia.
Es evidente que nunca he sido tímido, pero para sorpresa de muchos, realmente soy introvertido: prefiero la soledad o las actividades individuales por encima de la conexión social. Cosa que hoy en día me viene muy bien en este maravilloso oficio de consultor-solo que tengo.
Siempre me he considerado una persona feliz y afortunada, y esa pequeña artimaña que mantuve durante mucho tiempo también contribuyó a ello. Pero en algunas cosas que hacía estaba expuesto. Por eso, cuando entreno a personas que tienen creencias no válidas les digo: “A pesar de todas las pruebas de lo contrario…”.
Ten cuidado con lo que crees consciente o inconscientemente de ti mismo. La respuesta a la pregunta “¿A quién vas a creer, a mí o a tus ojos mentirosos?” a menudo está sorprendentemente equivocada.
Y, por cierto, mis ojos son un poco gris-avellana.
“Vivimos en una especie de mundo crédulo. Cualquier cosa que se escriba, cualquier cosa que se publique, cualquiera que se ilustre y que se interprete de una determinada manera, se asume como verdad.” —Keri Hilson.
“El hecho de que una opinión haya sido ampliamente apoyada no es evidencia de que no sea completamente absurda.” —Bertrand Russell.