Una reunión que no termine con la elaboración de un acta tiene el enorme riesgo de que los asistentes salgan con sus propias ideas de lo que deben hacer, sin concreción detallada.
Hoy hablamos de lo importante y sencillo que es elaborar el acta de una reunión.
Si terminamos las reuniones sin un acta corremos el riesgo de que cada asistente salga con su propia interpretación de lo que se ha decidido, se mueva por la organización como “pollo sin cabeza” haciendo cosas que nada tienen que ver con lo asignado y, lo que es peor aún, realizando acciones contradictorias.
Debemos evitar el riesgo de que actúe la “disonancia cognitiva”, es decir, la interpretación personal que cada uno hace de lo que se ha dicho o decidido.
El acta final es un elemento esencial de una reunión eficaz, pero es demasiado frecuente que las actas se llenen de “paja”, con literatura que refleje lo que allí se comentó y pasó, las interacciones entre los asistentes, las interrupciones o la oscilación de temperatura de la sala.
Unas actas que luego, lógicamente, nadie lee.
En un acta de reunión tan sólo deben reflejarse dos cosas:
- Las decisiones tomadas, y
- Las acciones, responsables y plazos siguientes.
Y si se trata de una reunión recurrente, como por ejemplo las periódicas de un Comité de Dirección, a mí siempre me ha gustado reunir, en una última página, el listado de todas las acciones decididas a lo largo de todas las sesiones anteriores, y su ejecución final. Eso nos permitirá dos cosas:
- Que todos tengan presentes las acciones pendientes bajo su responsabilidad que se van acumulando (o retrasando) y, por tanto, hacer un seguimiento de las mismas, y
- Calcular al final de un periodo determinado (por ejemplo, cada 12 meses) el porcentaje de acciones realizadas en plazo de los miembros del equipo, lo que nos ofrecerá un dato muy valioso sobre el nivel de “disciplina organizativa” de esos miembros.