Me pidieron que me reuniera con el socio de una empresa en una cafetería de Madrid para discutir la posibilidad de hacer algún trabajo para la organización.
Me dijeron que era el socio más avanzado y que sus socios no querían que él discutiera mejoras en la estructura o en la política salarial. De todas formas, vayamos con la cafetería.
Me llamó por teléfono para decirme que llegaría 5 minutos tarde y que si le podría pedir un vermú. Son cosas que no me tienen que repetir dos veces, así que pedí raudo su vermú y mi correspondiente malta con un cubito de hielo.
Dos minutos más tarde, más o menos, el propio en cuestión apareció dando grandes zancadas con una luz azul parpadeante en su oreja. Vino hacia mí (reconoció mi mesa por la anomalía de haber dos copas y una sola persona), estrechó mi mano, se sentó y tomó un sorbo murmurando un “salud”. Yo esperé a que la cosa azul parpadeante fuera retirada y recogida. Pero seguía allí.
El tipo empezó a hablar sobre su empresa y sus tercos socios, que le habían dicho que yo era lo suficientemente audaz como para entrar allí si él lo estimaba conveniente, y bla, bla, bla. Hablé después de su quinta frase.
“¿Podría quitarse la cosa azul parpadeante de su oreja, por favor?”, le dije, “porque no va a estar atendiendo llamadas mientras estamos reunidos, espero, y francamente, es tan desconcertante que no puedo concentrarme en lo que usted me está diciendo.”
Se la quitó entre algo así como una sonrisa y una mueca.
Nunca trabajé para ellos.