La estrategia falla en su implantación, no en su formulación.

Porque fallamos continuamente en nuestra responsabilidad.

El asunto clave que separa la formulación de la estrategia de su implantación (es decir, en que se aplique de verdad) es la responsabilidad y la rendición de cuentas.

El proceso de la estrategia avanza si se van reconociendo problemas críticos, es decir, obstáculos potenciales, y se asumen las responsabilidades para resolverlos, junto a pasos de implantación que se deben delegar, con las correspondientes responsabilidades para ejecutarlos.

La razón por la que este catalizador vital falla tan a menudo es que no hay consecuencias ni presión desde arriba para que se cumpla. Se trata de un caso flagrante de violación del Santo Grial del consenso y el compromiso.

El CEO, el presidente, el director ejecutivo, el director general o el gerente, quienquiera que sea, debe insistir en que los plazos y los resultados sean cumplidos, además de movilizar consecuencias positivas por los éxitos y consecuencias negativas por los fracasos (o, peor aún, por la apatía generalizada).

Si esto suena como el viejo enfoque de las Legiones Romanas, en las que el “legatus” sostiene unos “pilum” en la espalda de dos de sus “prefectos”, quienes asimismo sostienen lanzas en las espaldas de cuatro subordinados, y así sucesivamente, en realidad lo es.

La estrategia tiene que ser coherente y consistente. Una vez que se permite que se tomen decisiones que están fuera del marco estratégico (naturaleza y dirección de la organización), efectivamente la estrategia queda alterada, habitualmente sin darnos cuenta.

El compromiso está muy sobrevalorado en las “altas instancias” (directivos) empresariales. Sólo el cumplimiento garantiza el buen desempeño, y las consecuencias garantizan el cumplimiento.