Por José María Garrido

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Creo que está bien pensar bien de uno mismo, tener una alta autoestima y creer que uno es excepcional. Todos somos únicos y tenemos talentos particulares para contribuir a los demás.

Alguien escribió una vez que si se les pidiera a vacas y caballos que dibujaran a Dios, dibujarían una vaca o un caballo.

Los que en nuestra niñez veíamos en una tele en blanco y negro a Los Chiripitifláuticos (ya sabes, Locomotoro, el Capitán Tan o el Tío Aquiles) todavía nos tocó convivir con una atmósfera general que decía que “los españoles somos un desastre” y mirábamos a otros países (europeos) con envidia e inferioridad.

Pero creo que ese sentimiento secular quedó atrás gracias, en mi opinión, a nuestra Transición política (esa cuya memoria hoy muchos quieren tergiversar) y a la ejemplar utilización de las ayudas recibidas por la Unión Europea a finales de los 80 y durante los 90. Sin duda, las Olimpiadas de Barcelona, la Expo de Sevilla y el primer AVE del 92 fueron la guinda de un antes y un después de la definitiva homologación de España como país de primer orden. Y, por supuesto, gracias sobre todo al empuje, las ganas y la sana ambición de todos y cada uno de los ciudadanos de este país. (Hablaba de todo esto, precisamente en Barcelona, con un cliente marroquí muy interesado en saber cómo España había llegado a su actual nivel de desarrollo).

Nadie argumentaría racionalmente que todos nosotros, en cualquier país, no podemos mejorar aún más. (Por eso creo que la búsqueda de oportunidades, el aprendizaje y la mejora continua son las bases del auténtico progreso). Pero no hay nada malo en sentirse orgulloso de los logros individuales, grupales y/o sociales.

Hay algo esencialmente pernicioso en andar por ahí sintiéndose “culpable”. La culpa es algo que debemos expiar (purificarse por medio de algún sacrificio). La culpa, junto con el miedo y el estrés, “enmascaran” el talento y nos impiden dar lo mejor de nosotros y alcanzar nuestro máximo potencial.

Peor todavía es cuando, en estos tiempos convulsos, la culpa se convierte en un verbo: “Me culpan” o “les culpo”. A ver: si soy responsable de mal comportamiento o cometo un error, me disculpo cuando sea posible, cambio lo que pueda y esté permitido, y procuro aprender de la experiencia para ser mejor en el futuro (y no repetirla).

Pero no voy por ahí sintiéndome culpable y no aceptaré intentos de señalarme como culpable.

En otras palabras, la culpa socava la mejora y el excepcionalismo.

Mis clientes me contratan para que les ayude a solucionar problemas y para aumentar el rendimiento de su organización. Pero la mayoría de ellos van más allá: quieren convertirse en la mejor empresa de su entorno o sector (es decir, ser excepcionales), cosa que implica entrar en una dinámica de mejora continua a través de su propia retroalimentación. La última empresa a la que acompaño ha establecido que todas sus decisiones deberán ser “legales, justas, sostenibles y motivadoras”, lo cual me parece un extraordinario marco de valores para orientar sus comportamientos actuales y futuros.

¿Hay alguna ambición más plausible, retadora y digna de elogio que esa?

Por eso creo en el excepcionalismo, cuando significa que intento hacer que los demás sean excepcionales y que les ayudo a alcanzar su máximo potencial.

Por eso quiero ser excepcional.

Y tú también deberías querer serlo.

 

“La consistencia del desempeño es esencial. No tienes que ser excepcional todas las semanas, pero como mínimo debes estar en un nivel que incluso en un mal día consigas puntos en el tablero.” —Sean Dyche.

“Qué glorioso es (y también qué doloroso) ser una excepción.” —Alfred de Musset.

“Mi objetivo siempre es crear algo excepcional que mejore las ciudades y enriquezca las vidas de las personas que viven y trabajan en ellas.” —Santiago Calatrava

José María Garrido es profesional agroalimentario, consultor y docente. Después de trabajar 24 años como directivo, en la actualidad ayuda al empresario a aumentar el rendimiento consistente de su organización. Leer más...

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