Un viejo amigo de mis tiempos de Florette nos había puesto en contacto, ya que eran vecinos, tanto desde el punto de vista de la localización de sus empresas como por el tipo de producto que comercializaban.

Se trataba de un joven ingeniero agrónomo de 31 años, con un máster especializado en Gestión de Industrias Alimentarias.

Encontré en él a un profesional de gran futuro, con coraje y fuerza, además de unas posibilidades de liderazgo extraordinarias.

Pero, al mismo tiempo, mi interlocutor estaba muy preocupado, e incluso angustiado: hacía poco más de un año que había asumido la responsabilidad de gestionar la empresa que su padre había creado desde cero, muchos años atrás. El reto de llevar adelante aquella herencia de más de 200 empleados y 62 millones de facturación le tenía materialmente atenazado.

Por un lado, sentía la lógica desazón al compararse con la figura, profesional y empresarial, de su propio padre; por otro, la realidad de su empresa tenía poco que ver con la teoría que había estudiado en el máster. Además, era muy consciente de que su padre había entregado, materialmente, toda su vida al proyecto empresarial.

Cuando ya habíamos hablado lo suficiente como para establecer un cierto grado de confianza, le hice la siguiente pregunta:

– “En realidad, ¿qué quieres conseguir?”

– “Quiero ser capaz de gestionar esta empresa, pero no vivir como mi padre. ¿Es eso posible?”

Le respondí que “¡por supuesto que sí!”, señalándole cómo el presidente de Coca Cola, con más de 20.000 empleados en todo el mundo, gestionaba una empresa con éxito sin estar encadenado a la empresa, como había sido el caso de su padre.

Me contrató y estuvimos trabajando juntos durante los dos años siguientes.