Mal directivo

Por José María Garrido

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Hoy he leído el post de @elenaarnaiz titulado Lo que tus empleados me cuentan de ti y no he podido por menos que recordar una historia que me contaron.

Erase una vez…

Un empleado que se había quedado patidifuso al comprobar que, casi de repente, la empresa en la que trabajaba se había convertido en una Empresa sin Alma. Era una empresa con unas cifras del negocio en crecimiento y con ventas despuntando, pero que tenía demasiada gente trabajando en ella que, como los que han hablado con Elena Arnaiz, decían eso mismo de que “No estoy bien en mi trabajo. Me quiero cambiar…”.

Sí, la cuenta de explotación aparecía saneada, los resultados acompañaban, sus directivos se movían por el entorno con suficiencia y cierta altivez, e incluso determinadas personas habían encontrado su sitio y su acomodo en aquel ambiente. Pero su máximo dirigente sabía que había perdido el valor principal que atesoraba, que no era otro que el compromiso de sus empleados. Y él sabía muy bien que eso era algo muy preocupante.

A raíz de la entrada anterior recibí un comentario de uno de mis lectores que decía, textualmente, “Buufff… qué bien suenan las teorías… qué difícil llevarlo a la práctica”. Sin embargo, el lujo de tener empleados motivados no es una cuestión de teoría. Me contaban que aquel directivo había tenido la enorme fortuna de haber saboreado ese compromiso, real y limpio, durante muchos años. Por eso era consciente del enorme valor que aquello suponía, si bien también tenía claro que, tal y como iban las cosas desde hacía algún tiempo, ya nunca lo recuperaría. Aunque, en realidad, lo único que le preocupaba por entonces era que la cuenta de resultados fuera bien y que se mejorara el presupuesto cada año. Cortoplacismo puro y duro.

Estaba vendiendo porque se habían dado una serie de carambolas positivas, pero al mismo tiempo estaba perdiendo materia prima, porque sus empleados, que no le abandonaban en mayor proporción porque no se atrevían, no le estaban dando más allá del 40% de sus posibilidades y potencialidades reales. Y eso él ya sabía que era mucho, mucho dinero, mucha, mucha ineficiencia. Y que cuando vinieran mal dadas (que iban a venir)… ¡a ver quién le sacaba las castañas del fuego!

El caso me interesó tanto que pedí a mis interlocutores que fueran algo más precisos y, curiosamente, muchos de los detalles coincidían con lo que Elena dice que también a ella le han contado. De hecho, los antiguos miembros de aquella empresa también me decían que aquel directivo:

  • No les escuchaba… aunque se llenaba la boca diciendo que “su puerta siempre estaba abierta”.
  • No les veía… aunque mostrara una sonrisa paternalista continuamente.
  • No era coherente… porque les había hecho promesas que luego no cumplía.
  • También valoraba a sus empleados en función de las horas presenciales, ya que eso era lo que él mismo había hecho toda la vida.
  • Y, además, curiosamente también había generado una dinámica imparable de reuniones improductivas de horas y horas, en las que los asistentes miraban al infinito… a las que llamaba trabajo en equipo.

 

Pero me contaron algunas cosas más.

Decían que el puesto que ocupaba le venía grande, y que su error había sido aceptarlo; le habían nombrado en base a los años de fiel cumplimiento de todo lo ordenado por sus superiores, o porque le resultaba cómodo al jefe. Pero no tenía ni idea de gestión de personas. Eso sí, parecía tener muy claro dónde estaba el poder, y esa era posiblemente su principal virtud. Por eso suplía sus carencias en base a la «autoridad» que le otorgaba la jerarquía.

Hacía dejación flagrante de sus responsabilidades, pasando la pelota a sus subordinados (que no colaboradores)  para que le resolvieran los marrones. Aunque aquellos empleados ya le habían cogido la medida, y sabían que se hacía el longis con cosas con las que se comprometía y que luego afirmaba no haber dicho nunca.

Me contaban que no explicaba las razones de sus decisiones, al parecer porque ni él mismo las tenía claras.

Había generado una organización de departamentos estanco, posiblemente el mayor cáncer de una empresa. Todo el mundo tendía a salvar su culo, y la falta de comunicación y el desorden, aunque le pareciera mentira, campaban a sus anchas. ¡Y eso que otra de sus palabras favoritas era la transversalidad!

Parece ser que había personas, de larga tradición en su empresa, que afirmaban que “algún día pasaría algo gordo, y entonces ya se verían las consecuencias”. Pero, como le decían a Elena… él no les escuchaba.

Pero es que incluso había  potenciales candidatos para entrar en su organización que desestimaban postularse (¡¡a pesar de cómo estaban las cosas!!) porque sabían de aquella atmósfera, y no querían ni oír hablar de “trabajar con éste o con aquel”. ¡Bonito marketing de empleo! Pero lo más grave era que, no hacía mucho tiempo, los empleados que se incorporaban a aquella empresa se sorprendían de los valores, el cuidado y buen trato que se tenía con ellos, y el ambiente de colaboración y positivismo que se respiraba.

Se había abierto un perfil en Linkedin para fisgonear lo que decían sus empleados

@elenaarnaiz dice que “no te has adaptado a los nuevos tiempos (y no es cuestión de edad) porque no entiendes que la comunicación de tu empresa pasa por la gestión de marca personal de muchos de tus empleados”. Pero… ¡si se había abierto un perfil en Linkedin exclusivamente para fisgonear lo que hacía/decían sus empleados! Que, por cierto, no hacían/decían nada porque ya lo sabían… ¡Una brillante forma de frenar los impulsos individualistas de algunos!

Me comentaban que había querido hacer un gran cambio, y efectivamente lo había hecho. Había tenido una empresa basada en el valor de las Personas, y por la crisis, la presión recibida, el nerviosismo, o vete tú a saber porqué, la había transformado en una organización de productividad (¿realmente creía que lo que estaba haciendo era más eficiente?) y logotipo (en base a imponentes campañas de marketing). Pero que se equivocaba si creía que los buenos resultados eran consecuencia de aquel cambio: parecía ser que el repunte en las tendencias del consumo interno, y algún ajuste en el PVP de alguna referencia eran los que realmente habían catapultado los resultados al alza.

Gobernaba un gigante con pies de barro, y aquel espejismo era el árbol que no le dejaba ver el bosque del futuro. Su Proyecto de Empresa ya no ilusionaba ni motivaba a sus empleados, que simplemente fichaban, se escondían lo máximo posible, y cobraban a fin de mes (el 100% de la nómina, por supuesto).

Aquellas personas me decían que había perdido la oportunidad de dar un auténtico salto cualitativo hacia delante, precisamente cuando el viento era favorable. Podría haber seguido con las mismas políticas de generación de equipo y compromiso, y se habría colocado en una situación envidiable. Había tenido en sus manos y en el ADN de su empresa la posibilidad de haber hecho algo realmente grande, y de haber pasado a la historia con el reconocimiento de su gente, que es lo más valioso a lo que se puede aspirar. Pero su liderazgo era demasiado blando, y no fue capaz de una reacción de ese calado en los tiempos más duros.

Eso sí, en el fondo, afirmaban que el directivo había tenido mucha suerte al haber disfrutado de gente tan leal durante tanto tiempo.

 

Desde luego, a mi esta historia me dejó helado cuando me la contaron. El post de Elena me la ha recordado, y por eso me he animado a compartirla contigo.

Yo ya tengo claro qué es lo que NO hay que hacer. Espero que a ti te pase lo mismo.

¡Gracias @elenaarnaiz! (… y gracias a mis interlocutores)

José María Garrido es profesional agroalimentario, consultor y docente. Después de trabajar 24 años como directivo, en la actualidad ayuda al empresario a aumentar el rendimiento consistente de su organización. Leer más...

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