“Hijo mío, las cosas que hagas hazlas siempre BIEN”. Esto es lo que un buen amigo me comentó que le decía su padre cuando le conté lo que nos había pasado con la compra de nuestro último electrodoméstico.
Unos meses antes habíamos decidido cambiar la lavadora. La terminamos comprando en unos conocidos grandes almacenes, donde el vendedor nos atendió con la habitual amabilidad “marca de la casa”. Pero el calvario vino en el momento de la instalación del aparato.
La primera pareja de instaladores se fue por donde había venido (con la lavadora nueva) porque se negaron a desinstalar la antigua. “Las normas nos impiden levantarla tan alto”, nos dijeron al tener que elevar el aparato viejo para salvar un saliente de la cocina. Reclamamos. Los siguientes instaladores sacaron la vieja y colocaron la nueva. Pero no la equilibraron bien, y cada vez que centrifugaba se agitaba de tal manera que parecía que la casa se vendría abajo. Reclamamos. En la tercera visita el nuevo técnico la equilibró… supuestamente. Hoy, cada vez que la ponemos en funcionamiento tenemos que estar vigilantes porque en el momento en que se mueve de su lugar original, todo empieza a temblar.
El servicio de venta de pan de mi ciudad está en régimen de cuasi-monopolio. La empresa que lo fabrica estableció un sistema capilar de puntos de venta que se extiende por cada barrio y rincón de la ciudad, lo que hace realmente sencillo el acceso a este alimento de compra diaria. Muy cómodo. Pero debes comprar lo que te ofrecen.
Periódicamente, las piezas de pan “se estiran y se encogen”, posiblemente por una tolerancia excesiva en los limites de calidad (peso) durante la fabricación. Esta semana, sin yo percatarme, lo reconozco, me entregaron una barra rústica tan pequeña y estrecha que difícilmente podría utilizarse para un solo bocadillo. “Pero, ¿qué pan has traído?”, me censuró con razón mi mujer. “A partir de ahora estaré más atento”, le prometí. Pero lo cierto es que todas las barras se venden, independientemente de la flagrante falta de homogeneidad entre las piezas a lo largo de los días.
El pasado día 5 de diciembre (víspera de festivo) estaba esperando la entrega de dos cajas de naranjas que llevamos varios años comprando online a una empresa de Valencia. Cuando el repartidor llegó me hizo entrega de una sola caja. Le dije que el pedido era de dos y cuando lo revisó, asintió y me dijo con una amplia sonrisa: “Efectivamente. Pero mañana es festivo, así que la segunda caja se la entregaremos pasado mañana”. Supongo que ni se le ocurrió la idea de proponer a su supervisor hacerme una entrega extra ese mismo día para solucionar el error cometido, dados los ajustados márgenes de productividad con los que trabajan las empresas de reparto.
Observo que vivimos en un entorno en el que el marketing, cada vez más omnipresente, nos promete sonrisas y felicidad por “lo importante que soy para ellos” (“Eres el centro de nuestros desvelos”, “Consigue tu sueño”, “Lo hacemos para ti”, “Tú te lo mereces”), al tiempo que cada vez hay menos calidad en el compromiso de entregar al cliente lo que él espera por el precio que paga.
Como una gran burbuja de humo que envuelve un nivel de mediocridad rampante.
A principios de otoño tuve una profunda conversación con mi sobrina, que hoy en día gestiona el negocio familiar de venta e instalación de muebles en tercera generación (fue mi propio padre quien inició esta actividad comercial).
Se había propuesto profundizar más en las prácticas de marketing online, había remodelado su página web, estudiado técnicas de actuación en redes sociales y replanteado su mensaje central hacia sus clientes objetivo. Comentamos la importancia de que fuera capaz de encontrar su valor diferencial frente a su competencia, aquellas fortalezas de su empresa que le confirieran una ventaja competitiva, siempre teniendo en cuenta que el valor no lo debía determinar ella, sino sus propios clientes. Su papel debía ser identificarlo y, a partir de ahí, promocionarlo en sus mensajes de marketing con todas las posibilidades a su alcance.
“Pero, ¿en qué somos diferentes y mejores a nuestra competencia, tío?”, me preguntó. Conociendo bien sus valores, sus actitudes y sus capacidades, para mí la respuesta fue sencilla: “En el mundo actual, vuestras mayores fortalezas son dos: el cariño, la atención personalizada y la concreción de las necesidades del cliente que hacéis durante el proceso de venta y, segundo, el detalle y la calidad de la instalación que realizáis cuando acudís al domicilio, haciendo todo lo que sea necesario para que el mueble en cuestión quede como un absoluto guante allí donde sea colocado. La calidad de vuestro servicio es vuestro hecho diferencial.”
Por eso creo que hay una gran oportunidad para las empresas que, “simplemente”, se tomen en serio lo que su padre le decía a mi amigo.
“Despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien, importa más que el hacerlas.” – Antonio Machado.
“Se necesita poco para hacer las cosas bien, pero menos aún para hacerlas mal.” – Paul Bocuse.
“Nunca he conocido a un genio. Un genio para mí es alguien que hace bien algo que odia. Cualquiera puede hacer bien las cosas que le encantan – es sólo una cuestión de encontrar el tema.” – Clint Eastwood