Todos mis amigos de la infancia saben que soy un jugador de cartas bastante mediocre (afortunadamente para mí, sólo juego al mus, y “de ciento a viento”) y por eso sé que se sorprenderían si conocieran esta anécdota.
En una ocasión, mi cliente director general y sus cuatro ejecutivos, me convencieron para jugar unas manos de póquer americano (aprendí sus rudimentos en mis viajes a Estados Unidos) en Celaya (México). Fue después de un día de trabajo estratégico, una gran cena y un buen vino. La apuesta final no podía superar los 500 pesos (unos 25 €), por lo que tampoco podíamos hacernos mucho daño.
Durante una mano, el director general y yo éramos los únicos que quedábamos en juego, y me di cuenta tarde de que yo tenía en mi mano dos cuatros, ya que no estaba prestando mucha atención (o el vino resultaba ser incluso mejor que lo que yo había pensado). No es que se trate de una mano poderosa precisamente, pero fui subiendo la apuesta hasta que el bote creció a ¡1.000 pesos! El director general se lo estuvo pensando un buen rato y abandonó. Cuando mostramos las cartas, él tenía tres dieces. Ninguno de nosotros comentamos ni una palabra sobre esa mano.
No recomiendo ir por la vida “jugándotela con dos cuatros”, pero sí creo que deberíamos permanecer en el juego el mayor tiempo posible. Muchos de nosotros abandonamos demasiado rápido.
Los comerciales a menudo se dan por vencidos demasiado pronto, ante la menor señal de resistencia (o lo que ellos perciben por resistencia); los deportistas mediocres nunca dan el 100% de sus posibilidades en una competición; personas con una supuesta determinación se doblegan en la reunión del colegio de los hijos, en la junta de la comunidad o en el mantenimiento del orden en el vestuario de trabajo. A veces, un esfuerzo más puede conseguir el objetivo deseado.
Cuando era niño recibí una lección que nunca he olvidado. En mi pueblo había dos hombres (uno de ellos, el antiguo alcalde) grandes aficionados al ajedrez, ya entonces jubilados, que echaban unas partidas cada tarde de verano en el bar. Durante una de aquellas partidas que yo estaba observando en completo silencio, el oponente le “comió” la reina al alcalde muy al principio de la partida, lo que normalmente significa una “muerte segura”. Cuando aquél, con una sonrisa desquiciante, le preguntó si se daba por vencido, el alcalde respondió: “¿Estás loco? ¡Todavía tengo el resto de las piezas!”. Y lanzó unos ataques implacables, sin cejar nunca… consiguiendo su jaque mate en una partida que la mayoría de la gente ni se habría molestado en intentar terminar.
He recordado esta lección toda mi vida, lo que me ha ayudado en más de un par de ocasiones a lo largo de la misma a recuperarme desde la desventaja, generalmente apoyado en dos dinámicas: mi perseverancia y la creencia de los demás de que estaba acabado.
No me importa que alguien me supere, siempre y cuando yo haya dado lo mejor de mí. La otra persona merece crédito y probablemente yo haya aprendido algo. Pero odio rendirme porque eso está bajo mi control. Aún más importante, ¿cuántos de nosotros renunciamos demasiado pronto a las relaciones, las pasiones, el autodesarrollo y la recuperación?
“Ánimo artilleros, que aquí hay mujeres cuando no podáis más”. Zaragoza, 2 de julio de 1808. La ciudad resistía el asedio de las tropas napoleónicas. En las inmediaciones del Portillo explotó una granada, llevándose por delante a la mayor parte de los artilleros de la batería, dejándola inutilizada y expuesta a ser asaltada. Ya se acercaba una columna enemiga cuando una joven de apenas 22 años pasa entre muertos y heridos, coge un botafuego sustituyendo al artillero que yacía al lado y “descarga un cañón de a 24 con bala y metralla aprovechada de tal suerte, que levantándose los pocos artilleros de la sorpresa en que yacían a vista de tan repentino azar, sostiene con ellos el fuego hasta que llega un refuerzo de otra batería, y obligan al enemigo a una vergonzosa y precipitada retirada”. Era Agustina Raimunda María Zaragoza Doménech, convertida en un mito nacional con el nombre de Agustina de Aragón.
Puede que la posición parezca perdida, pero eso no es motivo para darse por vencido. “Hasta el rabo, todo es toro”, afirma el dicho popular, y generalmente depende de nosotros cuándo consideramos que el asunto ya ha sido definitivamente rematado y que incluso el rabo ya ha pasado.
La vida es corta.
No te des por vencido hasta que no hayas dado todo lo mejor de ti.
“Nada en el mundo puede reemplazar a la Perseverancia. Ni siquiera el talento; no hay nada tan común como las personas con talento que fracasan. Tampoco la genialidad; los genios sin recompensa constituyen lo habitual. Y la formación tampoco; el mundo está lleno de inútiles muy bien preparados.
Sólo la Perseverancia y la determinación son omnipotentes. El lema “INSISTE” ha resuelto y resolverá siempre los problemas del Ser Humano.” – Calvin Coolidge, 30º presidente de EEUU.