Estamos acostumbrados al ruido. En conciertos de rock, campos de fútbol, plazas de toros, pistas de aeropuertos. Pero ¿qué sucede en bares, restaurantes y trenes? Parece que el nivel alto de decibelios se ha instalado de manera deliberada, poderosa y definitiva.
Creo que los bares son ya una causa perdida. Hubo un tiempo en el que acudías a ellos a leer la prensa o a conversar con alguien compartiendo un café. En algunos se escuchaba una música anodina de fondo, adecuada para la charla, y a otros, los más “especializados”, a los melómanos nos gustaba acudir para valorar la colección de discos del propietario, apreciar su buen tino al pinchar un álbum o a disfrutar (o no) de la calidad del equipo de sonido. Hoy, independientemente de la hora del día (y, evidentemente, de la noche), la correspondiente playlist está a pleno rendimiento, el volumen impide cualquier conversación racional y la competición entre locales va de watios, no de variedad de periódicos disponibles. Si estás con alguien y la estancia se prolonga, el resultado es una afonía asegurada.
En los restaurantes se han ahorrado los diseños y protecciones sonoras y las amortiguaciones contra el ruido. En su lugar, hay mesas separadas tan sólo por unos centímetros, paredes desnudas, techos acústicos y voces ensordecedoras. Esto no es generacional. Todo el mundo grita para ser escuchado.
Recientemente, un camarero al borde de nuestra mesa intentaba explicarnos los “fuera de carta”, tuvo que apoyarse sobre la misma para insistirnos en algunos platos y finalmente nos dejó su lista escrita para que pudiéramos enterarnos. Tal era el nivel de vociferaciones de la cuadrilla de la mesa larga de al lado.
Me ocurre que, en las recepciones de los hoteles, en los autobuses urbanos o en los trenes me veo obligado a descubrir sobre las personas que me rodean más de lo que me gustaría saber. En un AVE puedo escuchar claramente desde la parte delantera del coche a alguien hablando por teléfono sentado en la parte trasera. Es como si las personas creyeran que un móvil, al ser tan pequeño, exige que se le hable con un volumen adicional.
No creo que me comporte como un impertinente si te informo de que no me importan tus problemas con tu jefe (y, de todas formas, suena como si, en realidad, fuera tu culpa), la poca profesionalidad del albañil que has contratado, lo que piensas del último partido del Betis o los inevitables chillidos cuando una docena de chicas entran en el vagón camino de una despedida de soltera en Madrid. Aunque lo más desconcertante es cuando te ves obligado a compartir el timeline de TikTok del vecino de asiento, que desconoce la existencia de unos pequeños complementos llamados auriculares.
A pesar de la insistencia de la locución de Renfe en invitar a hablar por teléfono entre vagón y vagón, es evidente que resulta más confortable informar a todos los viajeros de lo bien que lo has pasado en estas vacaciones, de que llamas a tu amiga porque el viaje te resulta aburrido, o de cuáles son tus puntos de vista … ¡¡en la videoconferencia que estás manteniendo con tus compañeros de trabajo!!
Lo chocante es que la única forma que tienes de evitarlo es utilizar tus propios auriculares provistos de un buen amortiguador sonoro y ponerte tu propia playlist a bajo volumen.
Crear tu propio “ruido controlado” para poder concentrarte, leer un libro o echar una siesta.
“No rompas el silencio si no es para mejorarlo.” – José Luis Borges.
“Me senté en un rincón, esperando un trocito de silencio donde introducirme.” – Ana María Matute.
“La rueda del carro que más ruido hace es la más estropeada.” – Esopo.