Por José María Garrido

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Somos seres opinadores y, en el frenesí de comentarlo todo, es fácil precipitarse por la rampa tramposa de la generalización apresurada.

Las fotos veraniegas de las redes nos convencen de que todos los demás son más felices. La rabieta de un niño conduce a sermonear sobre los padres que ya no educan a sus hijos, y que “de ahí al declive de la familia hay un solo paso”. Nada más tentador que convertir casos aislados en causa general.

Este mundo de urgencias y apocalipsis otorga más credibilidad a las afirmaciones simplistas, contundentes y sin fisuras (y no digamos si encima son vociferantes) como si fueran prueba de conocimiento y capacidad de liderazgo, mientras ignora a quienes tienen el valor de compartir sus dudas y perplejidades. Olvidamos que, a veces, las cataratas de certezas brotan de los labios más intransigentes.

He leído recientemente sobre los filósofos escépticos de la antigua Grecia y podemos comprobar, una vez más, la vigencia de sus planteamientos, y en concreto por cómo se empeñaron en combatir esas resbaladizas creencias. Invitaban a cultivar la duda, y defendían con valentía los matices y las ambigüedades. Por supuesto, animaban a actuar razonablemente, pero sin jactarse de tener razón. Afirmar siempre con cautela.

“No digas ‘así es’, sino ‘me parece que es’; di ‘siento frío’ en lugar de ‘hace frío’, porque otro podría tener calor”, escribió un sabio griego, anticipando las batallas campales por la temperatura del aire acondicionado en las oficinas.

La palabra escéptico no significa en origen nada semejante a descreído o cínico. En griego, skepsis aludía a una investigación, a la observación y el examen a fondo de cada situación. Entre los extremos del dogmatismo y el relativismo hay una senda menos transitada: aspirar a saber más, con prudencia y cuidado, sin complacencia ni credulidad. Revisar y repensar incluso las verdades más blindadas. Ambiciosa utopía para los escépticos.

Cuando la realidad parece sumergirse en la niebla de la complejidad y la incertidumbre, resuenan con más fuerza las voces seguras de sí mismas, las más decididas, aquellas que se abren camino a través de la jungla del mundo acorazadas con ideas rotundas. Aplomo y férrea convicción son requisitos para imponerse, mientras, para muchos, el pensamiento que matiza y duda no sirve de guía para la comunidad.

En una época que pide a gritos carácter emprendedor y liderazgos rotundos, las personas introvertidas y tímidas quedan expulsadas de la carrera del éxito social en la línea de salida. Si apuestas por la reflexión y la mirada crítica, pareces un apocado aspirante al fracaso.

Por el contrario, Sócrates y Pirrón dejaron un legado milenario (un contundente éxito) al afirmar que sus únicas certidumbres eran el filo de la duda y el destello de la curiosidad. Les interesaban el diálogo, la conversación serena entre opiniones discrepantes, donde la contradicción, lejos de despertar desconfianza, actúa como motor de conocimiento y del deseo de aprender.

En nuestra -poco higiénica- aldea mediática de titulares histéricos, condenas instantáneas y afirmaciones rocosas, podría ser útil recuperar esta herencia. Un toque de pirronismo nos ayudaría a entender que no vemos el mundo como es, sino como somos nosotros. Está comprobado que tendemos a creer las informaciones que afianzan nuestras convicciones -por infundadas que parezcan- y a cuestionar los datos que las rebaten -por sólidos que sean-. En psicología lo denominan “sesgo de confirmación”, y documentan que se produce en todo el espectro ideológico, incluso en quienes se enorgullecen de tener una mente abierta y un insobornable sentido crítico. Más que el famoso “ver para creer”, parece que se trata de creer para ver.

Quienes vociferan convencidos suelen mostrarse poco abiertos a reflexionar y ser flexibles. En tiempos de juicios y prejuicios acelerados, vuelve a ser terapéutica la prudencia de aquellos escépticos: sólo dudando adquirimos ciertas verdades y algunas certezas.

Quizás, quizás, quizás.

 

“Los que conversan conmigo nada aprenden de mí, sino que encuentran en sí mismos bellos conocimientos, que yo sólo ayudé a concebir y a alumbrar” – Sócrates.

“Los más grandes errores no los cometen los ignorantes conscientes, sino lo que creen saber” – Pirrón.

“El problema de las mentes cerradas es que siempre tienen la boca abierta” – Mafalda.

José María Garrido es profesional agroalimentario, consultor y docente. Después de trabajar 24 años como directivo, en la actualidad ayuda al empresario a aumentar el rendimiento consistente de su organización. Leer más...

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