Desde hace ya unos cuantos años, cuando llega el otoño (mi estación favorita) mi mujer y yo solemos irnos unos días a algún hotel rural (en este caso, la próxima semana). Lo llamamos “retiro estratégico”, aunque lo que hacemos realmente es pasear por la naturaleza, comprar alguna artesanía, explorar, tratarnos bien y leer con voracidad.
Y cada año, sin excepción, me doy cuenta de que lo pasamos tremendamente bien. Simplemente escaparse es maravilloso. Supongo que podemos leer los mismos libros en casa, explorar de la misma manera, comer en mejores restaurantes o visitar tiendas más variadas en la ciudad. Pero cambiar el entorno y crear una soledad forzada es un elixir.
Todos somos seres bastante escrupulosos, lo cual es una forma educada de decir que llevamos demasiado equipaje, además de un hombrecito en nuestro hombro que no deja de susurrar: «No te mereces esto», «¿Para qué vas a incurrir en este gasto?» o “En su lugar deberías…” En consecuencia, no nos tomamos el tiempo para generar soledad para nosotros mismos y/o con nuestros seres queridos. Pero la soledad, es decir, estar lejos del entorno habitual del tráfico, el supermercado, los vecinos y las vicisitudes de la vida diaria, aporta contemplación, perspectiva y renovación.
Eso sí, no me refiero a privaciones o aislamiento propios de los monjes. Nunca me he planteado estar una semana comiendo acelgas, dormir sobre un banco de madera o perderme por el desierto de San Gregorio (Zaragoza), como cuando en «la mili» nos movilizaban para hacer las correspondientes maniobras. Pero cambiar el régimen diario de vida durante una escapada vacacional es realmente catártico.
Siempre me ha sorprendido ver a amigos y colegas que nunca están solos. Se despiertan corriendo para tomar un café, soportan la socialización forzada de la oficina, participan en reuniones, se juntan con amigos en el gimnasio, cenan, comparten tiempo en familia (si tienen suerte), ven la televisión y otro día ha pasado. Cuando salen, es para “echar potes” con amigos, o son incapaces de moverse o viajar solos porque “se aburren”. Y trabajar frente al ordenador no es soledad. Es simplemente ser miembro de una comunidad más amplia, invisible pero muy presente.
Todos necesitamos la soledad a intervalos regulares si queremos hacer balance, considerar nuestra situación desde una mayor altura, y mirar hacia el horizonte.
Gran parte de la inestabilidad aberrante con la que debo lidiar, personal y profesionalmente, es el resultado de personas que no pueden imaginar que están actuando de manera poco sensata, porque nunca aprovechan la oportunidad para pensar en sí mismos o en sus comportamientos.
La mayoría de los filósofos y psicólogos consideran que los humanos somos sensibles porque tenemos consciencia de nosotros mismos, supuestamente los únicos de entre todos los animales. Pero, ¿hay sensibilidad cuando esa autoconciencia no está presente porque se sacrifica en el desorden del constante movimiento, el ruido, las pantallas, las conversaciones banales o la competición?
Margaret Wheatley, en su libro Leadership and the New Science, postula que la capacidad de procesar información es un signo de consciencia (yo no lo tengo muy claro, porque entonces un perro es más consciente que un caracol, ya que un perro puede procesar mucha más información que un caracol). Pero, en cualquier caso, ¿no significaría eso también que algunas personas son más conscientes que otras, porque algunas se toman el tiempo para recopilar más información sobre sí mismas y sobre su impacto en su entorno? (el famoso cuento de pararse a “Afilar el hacha”).
Sin duda, explicaría mucho en términos de diferencias en la capacidad humana.
La soledad es excelente para la salud mental. Ese sí que es el auténtico “retiro estratégico”.
«La mayor sabiduría que existe es conocerse a sí mismo.» – Galileo Galilei.
“La soledad es el campo de entrenamiento de los líderes.” – Barack Obama.
«La soledad es el laboratorio donde experimento con mis pensamientos y emociones.» – Albert Einstein.