Érase una vez…
…un tiempo en el que no existía el Cliente.
El aldeano que necesitaba y podía comprar unas nuevas alpargatas cogía su mula y recorría los 10 km que separaban su casa de la aldea más cercana, donde un maestro alpargatero elaboraba artesanalmente el producto. El artesano tenía su propia forma de hacer, heredada de su padre, y éste de su abuelo, que a su vez lo aprendió de su bisabuelo: ¡ésas eran las alpargatas disponibles!
El aldeano ni siquiera se planteaba la posibilidad de adquirir algo diferente, con otra forma, con otra suela, de otro color o diferente encordado. Se trataba, pues, de alpargatas-lentejas: “si quieres las coges, y si no, las dejas”.
Pero hubo otro tiempo en el que la mecanización, la industrialización y la fabricación en cadena empezó a cambiar las cosas. El aumento de la capacidad productiva con la primera Revolución Industrial, y sobre todo con la segunda (que trajo tras de sí la denominada Primera globalización) acercó alpargatas a la aldea del propio, que ya no necesitó cabalgar su mula hasta la casa del artesano y, lo que fue más importante: empezaron a llegar diferentes tipos de alpargatas, con diferentes características, calidades y precios. El aldeano se dio cuenta de que… ¡¡podía elegir, y por tanto DECIDIR!!
A partir de ese momento, consciente de su capacidad y de su poder, empezó a exigir al fabricante: ¡se había transformado en CLIENTE! (Y con el Cliente nace una de las más potentes fuentes de inspiración fraseológica de la historia).
Hubo un tiempo en el que los agricultores cultivaban sus frutas y hortalizas y las llevaban a vender directamente al mercado. Allí había un comprador, que a la vez era quien iba a consumir los productos.
Con el tiempo, fueron apareciendo las tiendas, y con ellas el comprador mayorista y el vendedor minorista, hasta llegar al que iba a consumir los productos. También la competencia entre esas tiendas, y la consciencia del usuario final en relación a sus derechos: ¡ya teníamos en el terreno de juego al CONSUMIDOR!
En los años 90 del pasado siglo se produce en España la expansión de la gran distribución alimentaria, y con ella la concentración de la oferta de productos en unos determinados centros de decisión. Los fabricantes y proveedores de productos agroalimentarios, si quieren llegar al consumidor final, no tienen otra opción que pasar a través de esos centros de decisión, inmersos a su vez en una competencia feroz por el mercado, con sus propias fortalezas y debilidades, frustraciones y éxitos, políticas, jerarquías, “originalidades” o seguidismos.
Y necesidades. ¡Muchas, muchas necesidades!
Productos frescos: las necesidades del… ¿cliente? ¿qué cliente?
Hace unas semanas un cliente (sí… claro, afortunadamente yo también tengo clientes con necesidades que satisfacer ), en este caso dedicado a la comercialización de productos agrícolas frescos, me hablaba de que el servicio había sido siempre la máxima prioridad de su empresa. Esto significaba que, pasara lo que pasara, servir el pedido realizado por el cliente (gran distribución) estaba por encima de cualquier otra condición. Y cómo ese aspecto exigía a su organización (o sea, a sus empleados) tener disponibilidad absoluta y, en ocasiones, no cumplir con las expectativas de calidad de los consumidores (por ejemplo, en calidad o vida útil del producto).
Esta es una dificultad típica del negocio de los productos agroalimentarios frescos.
Efectivamente, no hay peor situación para un comprador de una gran cadena de distribución que “que no haya género” en las tiendas.
“En la tienda nunca debe faltar género… en perfectas condiciones”
Por otro lado, el consumidor espera que haya producto disponible, pero lo que de ninguna manera acepta es pagar un precio por un producto que no cumple con los requisitos esperados, cosa muy lógica, por otra parte.
“Si no tiene la calidad que yo exijo, ¿por qué está a la venta?”
Pero ¿por qué ocurre todo esto? Porque el ser capaces de entregar todo el pedido, con la calidad requerida, y al coste estipulado es la gran cuadratura del círculo en un sector que no vende tornillos, sino que está continuamente dependiendo del clima, los ciclos naturales o las incidencias del cultivo.
Es lo que se denomina flujo tenso, y un auténtico just-in-time, mucho más exigente que el de la automoción.
Veamos qué quiere decir esto.
Todo proveedor de productos frescos quiere:
- Entregar productos con la calidad requerida (0% reclamaciones): calibres, forma, color, textura, sabor, ausencia de defectos…
- Entregar todo el pedido que se les hace (100% nivel de servicio), que habitualmente suele cursarse 24-72 horas antes de la entrega debido a la corta vida útil del producto.
- A un precio estipulado (que sistemáticamente está presionado a la baja), que permita una rentabilidad sostenible para la empresa. Los costes variables (materia prima/rendimientos, mano de obra) son las claves aquí.
Cuando la materia prima está en las condiciones exigidas, y ha sido suministrada a tiempo al centro de preparación/fabricación, todo funciona bien. Pero cuando surgen las incidencias (problemas climáticos, transporte, etc.)… ¡hay que tomar decisiones… y priorizar!
Cuando surgen las incidencias con las materias primas, hay que tomar decisiones
- ¿Envío un producto con deficiencias de calidad relativas, para cumplir el servicio? (¿Qué es calidad relativa? ¿Blanco/negro, o “infinita gama de grises”?)
- ¿Sólo envío el producto en perfectas condiciones, aunque no envíe todo lo pedido? (¿Qué son perfectas condiciones? ¿Blanco/negro, o “infinita gama de grises”?)
- ¿Empleo las horas extras y los horarios necesarios para sacar el pedido?
- ¿Cuanto de eficaz y eficiente son mis procesos de trabajo como para que lo anterior sea la excepción?
Es decir, ¿cumplo con la expectativa del cliente, o con la expectativa del consumidor?
Ni que decir tiene que la decisión de cubrir el pedido sin la calidad requerida traerá repercusiones posteriores: reclamaciones de consumidores, enfados del comprador-cliente, acusaciones de «falta de profesionalidad», amenazas… pero el proveedor es consciente de que si no sirve el pedido, falta producto en el lineal, y el cliente pierde ventas, la bronca y la amenaza de dejarte están aseguradas.
Todos, absolutamente todos estamos de acuerdo en que los criterios de calidad, servicio y coste deben cumplirse continuamente, y que los enfoques de mejora continua de los procesos deben estar incrustados en las organizaciones para mejorar la eficacia y eficiencia de los mismos. Pero mis compañeros del sector de los productos agrícolas frescos saben que eso no siempre es posible, y que en esos casos, las necesidades de un cliente y un consumidor pueden ser contrapuestas.
La única solución es poner las cartas claramente sobre la mesa, asumir que los productos frescos «no son tornillos», y aceptar entre ambas partes un cierto grado de incertidumbre, sobre todo en los momentos de transición de los cultivos, o ante incidentes climáticos no previstos. Pero las reglas de la competencia feroz, y los acuerdos, a veces draconianos para la cadena de suministro, entre los equipos comerciales del proveedor y el cliente suelen imposibilitar ponerle el cascabel al gato.
Y mientras eso no se produce, la gran pregunta es cómo va a afectar a todo este statu quo la irrupción del e-commerce (Amazon lanza un órdago al sector del súper a domicilio y empieza a repartir alimentos frescos).
Pero esa es otra historia…
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